Ficciones epistolares sobre la Poética

 

Manuel R. Montes

 


En efecto, las palabras extrañas, las metáforas, los términos ornamentales, impedirán al lenguaje tornarse vulgar y prosaico,  mientras que los vocablos corrientes te asegurarán la requerida claridad.

 

Aristóteles, Poética, Capítulo xxii

 

I

 

No parece haber en toda la Poética otra exhortación, otro vaticinio tan explícitamente conjugado como el que cita el epígrafe, que mueva a la suspicacia de afanarse en descubrir a algún oculto destinatario, de pronto visible como por desliz en una línea discordante, ajena al registro taxonómico, impersonal, que condensa las notas del Estagirita. «Te asegurarán la requerida claridad» (p. 85) podría resultar sencillamente una anomalía de traducción, un desperfecto flagrante, o no tanto, que devaluara el mérito de la versión que publica la editorial Leviatán (Buenos Aires 2004) y que no merezca la tentativa de aproximarse a la tan ultrajada Poética desde una perspectiva de presumible «novedad». Al margen del yerro, o del acierto, al verter tan delicado volumen al español, y sin el aviso acuciante en los análisis introductorios sobre la partícula que subrayo, ¿acusaría la Poética, por su brevedad apócrifa o definitiva, por su calidez no exenta de admoniciones, un dejo epistolar? La cuestión del destinatario no es, por lo demás, inocua. Infinidad de autonombrados escritores, de aspirantes de todos los tiempos, se dejan arropar por Aristóteles, comulgan su decálogo, miden, ajustan al trasluz de sus apuntes. Le son parcialmente ateos, parcialmente fieles. De haber sido posible una correspondencia directa, efectuada a mano libre por el filósofo, ¿a qué afortunado discípulo del Liceo le estarían siendo enumerados los secretos de la urdimbre verbal? El problema de la recepción de la buena nueva adquiere, como se vio en el Renacimiento italiano, tintes de tiranía. Los detentadores de la fórmula erigieron lo que con probabilidad el Estagirita no premeditó: el canon.  

La vigencia de la Poética obedece, amén de su ¿involuntario? recetario, a su ocupación de describir con la minucia consabida las aristas de géneros en su tiempo germinales, no ejercitados pero latentes, como la novela y el cuento, claras degeneraciones de la épica, o el ensayo, aunque muy sumariamente vislumbrado como lo que podríamos denominar conatos de crítica a varias obras (la Poética, con elegancia, hace rodar no pocas y célebres cabezas, y anticipa también una especie de crítica de la crítica: «Las objeciones de los críticos […] comienzan con faltas de cinco clases» [p. 102]).

La eminente paradoja de la Poética es que no puede considerarse una teoría ni origen de una teoría, strictu sensu, ya que Aristóteles jamás tantea, no apela a la conjetura, no hace hipótesis y sus observaciones no lo encaminan tanto a comprobaciones como a verificaciones que considera cardinales para fundamentar sus argumentos. El macedonio no especula, establece, habla desde lo verídico de su experiencia interpretativa. No parte de la suposición teórica. La única semejanza que guardaría quizá con la teoría, en el sentido contemporáneo, es el caos orgánico de su estructura, pero nunca podríamos emparentar los planteamientos que radican en una suerte de relatividad, sujetos a comprobación, con las aseveraciones lapidarias, tendenciosamente unívocas, de Aristóteles, quien funda la teoría literaria con un presunto vestigio de texto que, desde lo elemental, fue urdido bajo otras directrices del método científico. La eminente paradoja de la teoría moderna, en contraparte, radicaría en que parece deliberadamente canónica y, sin embargo, «temerosa» de reafirmarse como tal, derivada de sutiles ambigüedades y con orientaciones parecidas a las de los preceptistas, aunque con menor ímpetu y sin aventurar afirmaciones, apostando por la multiplicidad de sentidos, de probabilidades, de las que desarrollaría una sola, siempre acompañándola del supuesto amenazante de ser, en sus etapas culminantes, atrozmente falsa.

Aristóteles encumbra el Edipo de Sófocles como paradigmático para diseminar sus cláusulas: otro síntoma de canon teórico. Lo que no captarían quizá los renacentistas, al reverenciarlo, es que Sófocles no precisó de un manual aristotélico para saber cómo mutilar a su rey y consagrarse como clásico.

 

II

 

De entre los incontables lectores que se han enfundando en la identidad del supuesto destinatario de la Poética, uno de los más rigurosos y puntuales, Alfonso Reyes, en la Crítica en la edad ateniense, cuando no se contenta con trazar cuadros sinópticos y esquemas aproximativos del pensamiento aristotélico, en base a la erudición y a la síntesis, intercala con detectivesca manía las omisiones, la eventual dislexia y las digresiones en que recae Aristóteles. Caso de confrontación que mueve nuevamente a la suspicacia.

Aristóteles alude al cometido imitativo del artista, no tanto en la acepción de la copia infame, vulgar, sino en la de representación de la naturaleza humana, que se regocija en su nato mecanismo de imitar, cualidad adquirida por la experiencia. Lo anterior, para el caso del discurso poético, debe orientarse en función de sanar los humores peccantes y de exorcizar, mediante el género supremo de la tragedia, la piedad y el temor, al representarse  con maestría en un afán de remover las inflexiones morales de los espectadores. De modo, pues, que imitación podría ser el sustantivo que otorga Aristóteles para designar el misterio de la escritura, lo enigmático, motor primario que mueve al poeta a congraciarse con la naturaleza cuando ésta lo acoge y lo refleja, todavía en el contacto previo al logos que lo encaminará al laboratorio, al accidente de la factura.

Sin embargo, para Reyes, «a veces, Aristóteles ni siquiera encuentra sus palabras, según lo hemos visto a propósito de la imaginación creadora» (p. 246), por lo que es menester ampliar la imitación de Aristóteles a una «imitación entendida como facultad creadora» (p. 295). ¿Facultad creadora es más eficaz que imitación? El misterio no queda en ninguno de ambos casos esclarecido. Reyes disculpa al Estagirita: «mera dificultad de vocabulario» (p. 246). Al misterio de la escritura, en todo caso, no lo resuelve ni lo agrava la supuesta omisión de Aristóteles ni la supuesta definición, mero parafraseo, de Reyes. Además, a Aristóteles no parece ocuparlo tanto el dilema de desentrañar el origen del arte como desentrañar sus plataformas, por los efectos que desata. Reyes juzga: «el tratado no cumple todo el plan que promete» (p. 248). ¿Será esto porque dicho tratado está, como se tiene por convención, incompleto? Reyes insiste obsesivamente en una supuesta dislexia de Aristóteles, quien «hubiera logrado mayor fijeza de vocabulario si llega a insistir en el criterio de la intención» (p. 250). O sea, si llegara a profundizar más en el porqué de la poesía y no tanto en sus manifestaciones, ya refinadas. A Reyes intriga que Aristóteles no enuncie la palabra literatura, o alguna equiparable, para apresar gramaticalmente la «esencia común» (p. 253) así definida por la crítica griega, y para la cual tampoco «encuentra palabra, pero la percibe con toda nitidez» (p. 254). Reyes quiere, a toda costa, entronizar a Aristóteles, pero en una versión aumentada que para el caso de la Poética es ilusoria. Demanda que a la estatua no le falte ni le sobre un solo miembro. Para Aristóteles es de obviar la transacción entre intención y consumación de la obra porque cree, como también observa Reyes, en la emoción, y la emoción, sustantivo lo mismo insuficiente para nombrar lo que origina el acto creativo, antecede la nomenclatura. Por ello tal vez el macedonio no es que no encuentre los vocablos acertados para designarla, para adjetivarla, sino que darle cabida en una serie de categorías hacia las que deriva su misterio resultaría una traición a la lógica de las graduales enumeraciones. La imitación, posible numen de la escritura, no ha de funcionar sin la emoción, sin el impulso catalizador: «Quien siente las emociones descritas, será más convincente» (p. 68).

La imitación alumbraría quizá menos que el logro de una metáfora en lo que se refiere a los atisbos, quizá forzados, en torno al misterio de la escritura al que se hace referencia, acaso solamente entre líneas, en la Poética. Para Aristóteles, la más alta destreza consiste en ser un maestro de las metáforas: «esto es lo único que no puede aprenderse de otros, y es asimismo un signo de genio, puesto que una excelente metáfora implica una percepción intuitiva de lo semejante y lo desemejante» (p. 88). Fragmento que corrobora, o desmiente, la aseveración de Reyes al referir que Aristóteles no halla las palabras adecuadas («lo único que no puede aprenderse de otros»), aunque aquí «percepción intuitiva de lo semejante y lo desemejante» da más en el clavo, en vez de «imaginación creadora», pese a la evidente asepsia del término aristotélico.

Alfonso Reyes no complementa ya la definición, ocupado como está en revolver ordenadamente el crucigrama de la Poética, su intrincada correlación con otros documentos del filósofo. Queda conforme con «imaginación», «facultad» creadoras. Apuesta en otro punto (p. 213), sin embargo, por los dos polos, también inasibles, que enmarcarían el misterio: la idea, como «fuerza íntima», y la entelequia, como «plena realización». ¿Pero qué innombrable fenómeno, de los que examina Aristóteles, de los que rebautiza de tal manera el mismo Reyes, es el que opera entre ambas y provee de la marca inconfundible que nos servirá para diferenciar al versificador, al «tecnólogo», al imitador vulgar, inferior, que habla de cosas viles, al talentoso observador apolíneo, del genio dionisiaco, del poeta arrebatado, imitante superior que habla de cosas nobles y asciende a la representatividad? ¿Qué es lo que surge, y quién sabe por qué razones, si las hay, o siguiendo qué parámetros, de haberlos, entre la idea y la entelequia? ¿Qué determina el impulso, también indefinible, aquello para lo que Aristóteles «no encuentra palabra» y que Reyes, como se dijo, insuficientemente llama «imaginación entendida como facultad creadora»? 

Puedo adivinar, empero, un punto medio, una sospechosa conciliación. Alfonso Reyes (p. 275) equipara el inquietante «paso del carácter a la fábula» con el «paso de la potencia» (idea) «al acto» (entelequia). Transferencia a partir de la cual nos iluminaría una demostración contundente de «perfeccionamiento». La incómoda cuestión: ¿qué media entre ambas, potencia y acto?, podría entonces atenuarse con las siguientes máximas: para Reyes, «La intención de la obra artística no es más que la senda que escoge la potencia para traducirse en acto» (p. 275); para Aristóteles, «Las cosas son sus tendencias» (citado por Reyes, p. 303). 

Aristóteles elude el Destino, como enjuicia el regiomontano, aunque en la Poética conste el siguiente enunciado: «Hasta los hechos ocasionales parecen más asombrosos cuando tienen la semejanza de haber sido realizados a designio» (p. 49). Si bien Destino no irrumpe aquí como una manifestación abrupta, autónoma, sino que es el poeta quien lo premedita, aun imitándolo, ya que no acaece a los personajes por oráculo sino por ingenio, Aristóteles, a todas luces, lo considera tangencial para el buen desenlace de una trama.

La Crítica en la edad ateniense reprueba que el Estagirita haya, también, ignorado el amor y la fatalidad. ¿Y qué hay de la omisión de la intuición, que sólo de pasada Aristóteles sugiere emparentada con la locura, ingrediente indispensable para consubstanciarse con la poesía? No hay cabida en ningún texto para todo lo abarcable. Enumerar omisiones es pretender que un texto contenga el infinito. Además, y como bien dice Reyes, «Aristóteles predicaba para los suyos» (p. 293), no para Reyes, lo que azuza un tanto más la incógnita del destinatario anónimo: alguno de «los suyos» con toda probabilidad, y ninguno de «los nuestros», con toda justeza.

 

III

 

Poética lúdica. «Imaginémosla –convida Reyes– como un juego de naipes bien barajado, donde faltan algunas cartas, y a otras les faltan pedazos» (p. 244). He ahí el monumento decadente, el castillo en el aire, la ruina de un templo al que se avinieron  algunos «tecnólogos», como los renacentistas. Ahora, ¿qué mejor potestad que la del macedonio como punto de partida, y por qué Reyes y Menéndez Pelayo no hallan saciedad en ironizar a los del Renacimiento, si precisamente gracias a la efervescencia de su dogma se erigieron algunos de los más sorprendentes portentos del Siglo de Oro y, por consiguiente, de la literatura universal?

Los naipes incompletos frustran el juego, la prestidigitación a la que parece aspirar Alfonso Reyes. Además de que le recrimina a Aristóteles los quiasmos en la genealogía de sus especificaciones, ¿no podríamos considerar la Poética no tanto una baraja de naipes deteriorados sino un rompecabezas de asombrosa plasticidad, un desorden jerárquico que los dechados de la teoría y la crítica se han impuesto la tarea fatigosa de ordenar como mejor ha convenido? Piezas que no afectan al conjunto por muy arbitrarias que sean sus múltiples colocaciones, por muy disímiles que resulten las peripecias de acomodo, en comparación a su primaria, y de cualquier modo imprecisa, concatenación. Piezas que, como quiera que las licencias de los críticos y los teóricos las desmenucen, encajan siempre. Un boceto histórico que dista mucho de ser completo, en palabras de Reyes, y que «no pasa de una simplificación conceptual al servicio de una teoría» (p. 257), o de una crítica como la suya.

Reyes intenta utilizar las armas que le presenta su maestro para evidenciar los errores; pero, igualmente, al enumerarlos, lo hace sin un orden escrupuloso: va y viene de los Tópicos a la Ética, de la Ética a la Retórica y de ésta a la Poética, a los Porqués. Sin quererlo, su modus se torna aristotélico, cae en la trampa narrativa de lo que sintácticamente puede alterar su significado.

La plasticidad de la Poética consiste en que al leerla, y precisamente por sus quiasmos, que yo aprecio más como digresiones elocuentes, se le permite al lector hacer sus propias combinaciones, su rompecabezas individual. Al final resulta que el laberinto es un círculo borgesiano, una brújula de referencias que oscilan.   

Sin embargo, es indigno proceder como Reyes, haciendo cuadros sinópticos, subclasificando clasificaciones, apretando los nudos, tratándose de un texto filosófico trunco y, sobre todo, impredecible, sofocliano, de fragmentos que bien pudieron empezar, en su versión original, en el punto en que las ediciones nos los muestran concluidos. Imaginemos, por qué no, que el prólogo a toda la Poética fuera justamente el arca perdida de los filósofos, la Comedia. Procedamos en nuestra suposición con alguna seriedad: Aristóteles partía de lo particular hacia lo universal. Homero, su dios, se había anticipado, con sus Margites (evidencia particular, primigenia), a la optimización de lo que Aristóteles consideraría la cumbre (lo universal), es decir, la tragedia. Con la Comedia como prólogo apócrifo, el juego de la Poética multiplicaría las reglas del juego y sus potenciales inferencias.

Aderezan este vertiginoso andamiaje, altamente propenso a modificaciones advenedizas, lo que se denomina, también por convención, «interpolaciones», las cuales resultarían doblemente engañosas si atendemos al estribillo con el que en más de un apartado Aristóteles concluye sus aseveraciones: «Y eso es todo lo que tengo que decir», o «No necesito decir más».

 

BIBLIOGRAFÍA:

 

Aristóteles, Poética (traducción y notas de Alfredo Llanos), Leviatán, Buenos Aires, 2004.

Reyes, Alfonso, “Aristóteles o de la fenomenografía literaria”, en Crítica en la edad ateniense, Obras completas, Tomo xiii, Fondo de Cultura Económica, México, 1978.

 

 

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